Los peregrinos que deciden hacer en tierras españolas el Camino de Santiago hasta Compostela pueden elegir dos rutas a partir de los Pirineos: ruta desde Somport, (en la frontera de Francia con la provincia de Huesca ) y ruta desde Roncesvalles, Navarra. Son dos caminos casi paralelos que van a encontrarse en Puente la Reina (Navarra). A partir de aquí, el camino será ya uno solo. Aparte de la ruta costera, que también existe.
Muchos de estos peregrinos han recorrido ya por tierras francesas diversas rutas que confluyen en Saint-Jean-Pied-de-Port, último pueblo en territorio francés antes de llegar a la frontera española. Son gentes que llegan desde distintos puntos de Europa pero que hasta llegar a España van más o menos dispersas.
Es a partir de los Pirineos cuando estos caminantes empiezan a encontrarse unos con otros en su andadura, en los albergues (hospitales de antaño), en los monasterios, en las ventas o casas particulares que les dan posada, y en la propia ruta cuando hacen un alto para descansar o comer algo.
Desde la Edad Media hasta la época actual del siglo XXI estos encuentros han sido atractivos y en muchos casos el origen de una gran amistad. Desde la Edad Media se ha tenido por costumbre contarse los unos a los otros historias, experiencias propias, oraciones y leyendas, estas últimas apoyadas casi siempre en milagros realizados por el «señor Santiago», la Virgen u otros santos queridos y venerados en la Edad Media.
Las leyendas relacionadas con el Camino de Santiago llegaron a ser muy populares entre los peregrinos y divulgadas oralmente, casi siempre en reuniones nocturnas de después de la cena, al amor de la lumbre en los días fríos o bajo las estrellas en el buen tiempo. Muchas de esas leyendas están recogidas en códices de los monasterios, en el Codex Calixtinus de Aymeric Picaud y en otros documentos. Al ser recogidas de una tradición oral, en muchas de ellas se dan distintas versiones y más de una localidad reclama para sí el suceso del milagro.
Leyenda del conde y la peregrina
Él era un conde, joven y apuesto, alegre y mujeriego.
Un día se encontró en un camino con una hermosa muchacha. Iba sola y caminaba muy despacio como si estuviera cansada; parecía triste y pensativa.
El conde Munio pásese a su lado e intentó hablarle; pero la doncella, sin duda joven virtuosa, no le contestó ni bien ni mal, pues nada le dijo.
El conde no se desanimó por eso y siguió a su lado diciéndole que, pues llevaban el mismo camino, tendría una gran satisfacción en acompañarla, no fuera a suceder que yendo, como iba, sola, pudiera encontrarse algún desalmado que pretendiese ofenderla o hacerle daño; y así, él se encargaría de ampararla y defenderla.
La joven le agradeció entonces tan estimable ayuda, que no le pareció cosa que debiera desechar, y fueron siguiendo juntos el camino.
Poco después el camino real atravesaba un bosque. El lugar solitario, la hermosura de la mujer y los deseos del conde hicieron que éste cometiera con la indefensa joven un hecho vil, y la violencia se consumó.
La pobre doncella gritó en balde pidiendo socorro; nadie oyó sus doloridos lamentos.
El conde Munio reíase de la infeliz y le decía:
—Calla, mujer, que la cosa no es para tanto sollozar. En cuanto llegue a mi castillo, te enviaré uno de mis criados para que te consuele, y aún has de quedarme agradecida.
Y se fue apurando el paso, muy ufano.
Mas, en esto apareció un viejo soldado de largas barbas blancas, que, a juzgar por la concha de venera que llevaba en el frente de su sombrero, así como por las otras que mostraba su esclavina, bien claramente se veía que venía también de vuelta de una peregrinación a Compostela, siguiendo el camino que había recorrido la desdichada joven. El soldado se apoyaba en su larga y fuerte espada como en un cayado; y acercándose a la romera, le preguntó el por qué de sus tristes lamentos y sollozos.
La joven le contó entonces cuál era su desgracia y cómo ésta le había sucedido cuando volvía de Santiago, a donde había ido a fin de orar arrodillada ante la tumba del Apóstol para rogarle protección en su soledad y desamparo, puesto que había perdido a sus padres.
El viejo soldado, con cariñosas palabras, fue calmando su congoja y enjugando sus lágrimas y le dijo que iba a llevarla consigo a presencia del rey para ver de remediar su mal.
—Yo te requiero, buen rey, por el apóstol Santiago, que hagas justicia a esta su romera. El rey mandó llevar ante sí al conde Munio y le dijo:
—Por ley divina tenéis la obligación de casaros con esta joven a la que habéis ultrajado. Por ley humana debéis ser degollado si así no lo cumplís. No hay hidalguías cuando se falta a Dios y a la honra de una doncella.
—Venga, el verdugo —respondió el conde—. Mejor quiero morir mil veces que seguir viviendo en vergüenza.
—Sea —dijo el rey. Pero el soldado añadió:
—Buen rey, haceis mala justicia, no juzgasteis bien el hecho, puede que la honra se lave con sangre, pero no se lava el pecado. Primero, el conde ha de casar con la joven y luego debe ser degollado.
Al hablar así, dejó el soldado su espada, se despojó de su vestidura de romero y apareció con el traje de un santo obispo. El conde, arrepentido, se arrodilló a sus pies. Entonces el obispo tomó la mano de la romera y la del conde y allí mismo los declaró casados.
Mas, el conde, pedía la muerte para no verse deshonrado. El obispo lo absolvió de su pecado; aun no bien acabara de pronunciar las últimas palabras, cayó el conde Munio muerto a sus pies, librándose así de ser ajusticiado. Y dicen las crónicas que aquel santo obispo era el mismo Santiago en persona, que había acudido en socorro de su romera.